
Andrew
Carnegie es un excelente modelo del hombre «hombre hecho a sí mismo», una
autorrealización del hombre típico de América del norte, donde los mercados
eran libres y el control de impuestos y regulaciones era bastante precario para
la época.
Las empresas
de Carnegie siguieron creciendo en los años ochenta de la mano de su socio H.
C. Frick, quien le hizo comprender la necesidad de la integración vertical:
además de la mayor parte de la siderurgia de Pennsylvania, adquirió minas de
hierro, navieras y ferrocarriles, adaptándose así a las nuevas tendencias
monopolistas que se impusieron en la economía de finales del siglo XIX.
No obstante,
rehusó llegar a acuerdos de reparto de mercado entre las grandes compañías, en
defensa del viejo ideal del capitalismo competitivo. Esta postura le enzarzó en
una desafortunada «guerra» con el poderoso grupo de J. P. Morgan, que le llevó
a extender sus actividades hacia el oeste del país y a nuevos sectores,
formando la U. S. Steel Corporation (1901).
Derrotado,
vio cómo el grupo era adquirido por sus adversarios; pero ello le permitió
dedicarse por completo a sus actividades filantrópicas y de mecenazgo,
iniciadas años atrás: equipó bibliotecas públicas e instituciones educativas,
financió expediciones arqueológicas, creó museos, salas de conciertos y centros
de investigación, así como una organización para luchar por la desaparición de
las guerras.
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