Los seres humanos estamos condenados a decidir, siendo esta
facultad una de las que define como especie. En otras palabras, somos seres que
decidimos, que tenemos que decidir.
Ya en otros trabajos he insistido que la etimología de la
palabra inteligencia tiene que ver inter, entre y legere, leer; pero este leer no se ubica
únicamente en la identificación de letras, incluyendo las capacidades o facultades de entender,
discernir y decidir. Ser inteligente,
desarrollar la inteligencia, implica irremediablemente las capacidades de
darnos cuenta, entender algo, separar lo que no nos interesa de lo que nos
interesa, lo bueno de lo malo, lo bonito de lo feo, lo falso de lo verdadero,
etc., que es lo que procede del discernimiento.
Por tanto, si queremos ser inteligentes no podemos renunciar
al compromiso que tenemos de decidir. Pero, hoy en día, no es tan fácil ser
inteligente; pues estamos inmersos en un océano de situaciones que nos están
interpelando constantemente, obligándonos a pronunciarnos sobre el mundo que
nos rodea, a tomar decisiones en definitiva.
La toma de decisiones nos exige como paso previo la emisión
de juicios en las que reconozcamos las cualidades previas de la materia en consideración
y con ello el afirmar o negar su condición: es
o no es algo. Juicios que son promovidos desde la totalidad de ámbitos
de las experiencia humana, desde los más cotidianos y prácticos, hasta los más
complejos y eruditos. Enjuiciar de suyo tiene su dificultad, pero enjuiciar y
decidir lo es aún más, sobre todo si reconocemos que decidir tiene como paso
siguiente la acción, el satisfacer la decisión en función del juicio construido
o realizado. Por ejemplo, emitir juicios sobre en qué universidad me conviene
realizar mis estudios, con qué persona me interesa tener relaciones afectivas,
a dónde realizaré mis vacaciones de verano, etc., tienen como pasos siguientes
el decidir y actuar en consecuencia, pero todo esto no es tan fácil porque las
opciones con las que contamos los seres humanos actualmente son enormes,
complicando tanto la emisión de juicios como la decisión.
No son pocas las personas que se paralizan ante el hecho de
tomar decisiones, de comprometer su decisión con la acción y prefieren, por
tanto, que otras personas decidan por ellos, fenómeno que bien comprendió Erich
Fromm en la década de los sesenta y que expresa en su célebre libro Miedo a la
libertad. El decidir está inseparablemente ligado con nuestra libertad,
asumiendo implícitamente el riesgo del error, de la equivocación. Mientras
somos más libres, más comprometidos estaremos con nuestras propias decisiones;
sin embargo este compromiso no garantiza que nuestras decisiones sean
correctas, ni siquiera que seamos capaces de prever sus consecuencias.
¿Cuándo decidimos, sabemos en plenitud cuáles son las
consecuencias de esas decisiones, la tomas en cuenta? En el campo de la ética
uno de sus principios básicos es el reconocimiento de que nuestros actos,
nuestras acciones producto de nuestras decisiones tienen consecuencias. Nada de
lo que hacemos puede quedar sin algún tipo de consecuencias, siendo estas
éticas, morales, religiosas, laborales, científicas, emotivas, afectivas, etc.
Pero, todo esto se complejiza cuando no se consideran las consecuencias no
deseadas de nuestras decisiones. Es decir, que nuestras decisiones encierran
una caterva de consecuencias que ni esperamos, ni consideramos, ni mucho menos
deseamos, que, sin embargo, están implícitas en la naturaleza de nuestra decisión.
Un ejemplo claro al respecto la encontramos en la decisión
libre de una pareja que decide casarse. En el horizonte de sus intereses está
el encuentro libérrimo de dos seres que se aman y que desean construir una
relación de amor que pudiera eventualmente extenderse hasta el fin de sus
vidas. Cuando dos personas se casan, lo sepan o no lo sepan, en la práctica se
están casando (uniendo) con una familia, una cultura, unas tradiciones, etc.,
que ni se esperaban ni se deseaban y que con el paso del tiempo modificarán su
vida; incluso de idea de amor. Si los contrayentes tienen la capacidad de
adaptarse a sus nuevas familias, podrán cumplir con sus expectativas; y de no
ser así, por mucho amor y pasión que existiera entre ellos, su historia fenecerá.
Más allá de nuestras buenas intenciones, los mejores deseos,
nuestras decisiones pueden tener como resultado exactamente lo contrario a lo
que deseamos. Y, esto puede suceder en todas nuestras decisiones y muchas de
ellas con consecuencias fatales; así decidimos elegir a un gobernante en
función de sus promesas, pero no en función de sus decisiones, y estas son las
que pueden modificar la historia de una nación. Las consecuencias no deseadas
de nuestras decisiones deberían obligarnos a reflexionar cada vez más sobre el
sentido de éstas y explorarlas, aunque fuera someramente; pues una vez tomada
una decisión se ponen en marcha eventualidades y azares.
El artículo expresa la opinión personal del autor Ruben Hernandez, que es
académico de la Universidad Iberoamericana Puebla
Tomado de http://circulo de escritores.blogspot.com
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