jueves, 25 de junio de 2015

¿CUÁLES SON LAS CONSECUENCIAS DE NUESTRAS DECISIONES?

Los seres humanos estamos condenados a decidir, siendo esta facultad una de las que define como especie. En otras palabras, somos seres que decidimos, que tenemos que decidir.

Ya en otros trabajos he insistido que la etimología de la palabra inteligencia tiene que ver inter, entre y  legere, leer; pero este leer no se ubica únicamente en la identificación de letras, incluyendo  las capacidades o facultades de entender, discernir y decidir.  Ser inteligente, desarrollar la inteligencia, implica irremediablemente las capacidades de darnos cuenta, entender algo, separar lo que no nos interesa de lo que nos interesa, lo bueno de lo malo, lo bonito de lo feo, lo falso de lo verdadero, etc., que es lo que procede del discernimiento.

Por tanto, si queremos ser inteligentes no podemos renunciar al compromiso que tenemos de decidir. Pero, hoy en día, no es tan fácil ser inteligente; pues estamos inmersos en un océano de situaciones que nos están interpelando constantemente, obligándonos a pronunciarnos sobre el mundo que nos rodea, a tomar decisiones en definitiva.

La toma de decisiones nos exige como paso previo la emisión de juicios en las que reconozcamos las cualidades previas de la materia en consideración y con ello el afirmar o negar su condición: es  o no es algo. Juicios que son promovidos desde la totalidad de ámbitos de las experiencia humana, desde los más cotidianos y prácticos, hasta los más complejos y eruditos. Enjuiciar de suyo tiene su dificultad, pero enjuiciar y decidir lo es aún más, sobre todo si reconocemos que decidir tiene como paso siguiente la acción, el satisfacer la decisión en función del juicio construido o realizado. Por ejemplo, emitir juicios sobre en qué universidad me conviene realizar mis estudios, con qué persona me interesa tener relaciones afectivas, a dónde realizaré mis vacaciones de verano, etc., tienen como pasos siguientes el decidir y actuar en consecuencia, pero todo esto no es tan fácil porque las opciones con las que contamos los seres humanos actualmente son enormes, complicando tanto la emisión de juicios como la decisión.

No son pocas las personas que se paralizan ante el hecho de tomar decisiones, de comprometer su decisión con la acción y prefieren, por tanto, que otras personas decidan por ellos, fenómeno que bien comprendió Erich Fromm en la década de los sesenta y que expresa en su célebre libro Miedo a la libertad. El decidir está inseparablemente ligado con nuestra libertad, asumiendo implícitamente el riesgo del error, de la equivocación. Mientras somos más libres, más comprometidos estaremos con nuestras propias decisiones; sin embargo este compromiso no garantiza que nuestras decisiones sean correctas, ni siquiera que seamos capaces de prever sus consecuencias.

¿Cuándo decidimos, sabemos en plenitud cuáles son las consecuencias de esas decisiones, la tomas en cuenta? En el campo de la ética uno de sus principios básicos es el reconocimiento de que nuestros actos, nuestras acciones producto de nuestras decisiones tienen consecuencias. Nada de lo que hacemos puede quedar sin algún tipo de consecuencias, siendo estas éticas, morales, religiosas, laborales, científicas, emotivas, afectivas, etc. Pero, todo esto se complejiza cuando no se consideran las consecuencias no deseadas de nuestras decisiones. Es decir, que nuestras decisiones encierran una caterva de consecuencias que ni esperamos, ni consideramos, ni mucho menos deseamos, que, sin embargo, están implícitas en la naturaleza de nuestra decisión.

Un ejemplo claro al respecto la encontramos en la decisión libre de una pareja que decide casarse. En el horizonte de sus intereses está el encuentro libérrimo de dos seres que se aman y que desean construir una relación de amor que pudiera eventualmente extenderse hasta el fin de sus vidas. Cuando dos personas se casan, lo sepan o no lo sepan, en la práctica se están casando (uniendo) con una familia, una cultura, unas tradiciones, etc., que ni se esperaban ni se deseaban y que con el paso del tiempo modificarán su vida; incluso de idea de amor. Si los contrayentes tienen la capacidad de adaptarse a sus nuevas familias, podrán cumplir con sus expectativas; y de no ser así, por mucho amor y pasión que existiera entre ellos, su historia fenecerá.

Más allá de nuestras buenas intenciones, los mejores deseos, nuestras decisiones pueden tener como resultado exactamente lo contrario a lo que deseamos. Y, esto puede suceder en todas nuestras decisiones y muchas de ellas con consecuencias fatales; así decidimos elegir a un gobernante en función de sus promesas, pero no en función de sus decisiones, y estas son las que pueden modificar la historia de una nación. Las consecuencias no deseadas de nuestras decisiones deberían obligarnos a reflexionar cada vez más sobre el sentido de éstas y explorarlas, aunque fuera someramente; pues una vez tomada una decisión se ponen en marcha eventualidades y azares.

El artículo expresa la opinión personal del autor Ruben Hernandez, que es académico de la Universidad Iberoamericana Puebla
Tomado de http://circulo de escritores.blogspot.com


No hay comentarios:

Publicar un comentario